viernes, 29 de noviembre de 2013

Taxco


Ruedan mis sueños entre las calles empedradas de la ciudad que me vio nacer. Mis pies, ya cansados de tanto vagar, buscan entre los segundos en que se me va la vida un poco de aliento para seguir andando. Las casas blancas, de tejados rojos, no pueden evitar que la melancólica caricia de los faros las toque e impregne con una luz que no es dorada ni amarilla, sino más bien como el último grito desesperado de los soles moribundos del otoño. Casi ha anochecido. Decido entrar en un viejo restaurante que hace las veces de bar. Me dirijo a los balcones. Hechos de madera de caoba muy bien trabajada, enmarcan toda la parte que da hacia el centro de Taxco. Suspiro, siento una fresca brisa llegar desde el Huizteco a acariciar mi rostro. El olor de un buen café, con la vista maravillosamente vívida, me hace levantar los ojos hacia las estrellas, cuyo brillo ahora contrasta perfectamente con el fondo de benévolas tinieblas que no dejan asomar a la luna, pero que engalanan ese edén lleno de delicados luceros, de tejados rojos y blancas paredes, que ante mí se ofrecen como deleite en bandeja de plata mística. Un sorbo de la bebida, un vistazo más al espectáculo de luces y sombras, y dejo deslizarse desde lo más recóndito de mi alma, un cálido suspiro. Hay quienes sueñan, anhelan y esperan algo de la vida. Yo, aquí y ahora, en este pueblo que hipnotiza con las voces latentes de su gente, de sus siglos de gloria, puedo decir que no necesito de la imaginación para darle paz a mi alma, pues el firmamento, la misma noche en este enigmático y apacible sitio, se encargan de que olvide hasta mi nombre, y me entregue sin expectativas ni temores, al abrazo del crepúsculo en esta Ciudad Luz.

Joyce S. Hernández: (Taxco, Guerrero, 1993).
Foto: “Un leone”, MaeC.

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